Ésta es la historia de una niña a la que lo que más le gustaba de todo
eran las cosas brillantes. Tenía un vestido con lentejuelas, unos
calcetines con purpurina, unos tenis con pedrería. Y una muñeca negra llamada
Christy, como la asistenta, cargadita de cosas brillantes. Hasta los dientes
los tenía brillantes, aunque su padre se empeñaba en decir que los tenía
«resplandecientemente blancos», que no era exactamente lo mismo. «Brillante»,
pensaba ella para sus adentros, «es el color de las hadas y por eso es el color
más bonito de todos». Cuando llegó la fiesta de Purim se disfrazó de una
pequeña hada. En la guardería le echaba purpurina a todo niño que pasara por su
lado y decía que se trataba de unos polvos mágicos para deseos muy especiales y
que si esos polvos se mezclaban con agua los deseos se cumplían y que cualquier
niño que se fuera ahora a su casa y los mezclara con agua vería cumplidos sus deseos.
Era un disfraz muy convincente que ganó el primer premio del concurso de
disfraces de la guardería. La propia maestra, Hila, dijo que si no la hubiera
conocido de antes y se la hubiera encontrado así por la calle, no le cabía la
menor duda de que se habría creído a la primera que se trataba de un hada de
verdad. Al llegar a casa la niña se quitó el disfraz, se quedó sólo en
calzoncitos y lanzó por el aire la purpurina que le había sobrado, mientras
gritaba:
—¡Quiero tener los ojos brillantes!
Gritaba tanto que su madre acudió corriendo para ver si todo iba
bien.
—Quiero tener unos ojos brillantes —dijo la niña, esta vez más bajito.
Mientras se bañaba siguió diciendo lo mismo, pero incluso después de que
su madre la secara y le pusiera el pijama siguió teniendo los ojos de siempre. Muy
verdes y preciosos, pero de brillantes nada.
—Con los ojos brillantes podría hacer tantas cosas —intentó convencer a
su madre, que empezaba ya a perder la paciencia—: podría caminar por la
carretera por la noche y los coches me verían de lejos, y cuando fuera más
grande podría leer a oscuras y ahorrar muchísima luz, además de que cuando me
perdiera en el cine podrías encontrarme muy fácil, sin tener que llamar al
acomodador.
—¿Qué son todas esas tonterías de los ojos brillantes?—le dijo su madre
colocándose un cigarro entre los labios—. Eso no existe. ¿Quién te ha metido
esa bobada en la cabeza?
—Sí existe —gritó la niña saltando en la cama—, existe, existe, existe,
y además no tienes que fumar cuando estás conmigo porque no es sano para mí.
—Está bien, tienes razón —cedió la madre—. Mira, ni siquiera lo he
prendido —y devolvió el cigarro a la cajetilla—. Y ahora vamos, métete en la
cama como una niña buena y cuéntame a quién le has oído tú eso de que hay ojos
brillantes. ¿No me digas que te dijo la maestra, la gorda?
—No está gorda —dijo la niña—, y no ha sido ella, no lo he oído, lo he
visto yo sola. Los tiene un niño muy sucio que va a la guardería.
— ¿Y cómo se llama ese niño tan sucio?
—No lo sé —se encogió de hombros la niña—. Es un niño muy sucio que
nunca dice nada y que siempre se sienta muy atrás. Pero le brillan los ojos,
eso seguro, y yo también quiero.
—Pues pregúntale mañana de dónde los ha sacado —le propuso su madre— y
cuando te lo diga iremos a buscar unos para ti.
— ¿Y qué hago hasta mañana? —le preguntó la niña.
—Pues dormir —le respondió su madre— mientras yo salgo a fumar.
Al día siguiente la niña obligó a su padre a llevarla a la guardería muy
temprano porque estaba impaciente por preguntarle al niño sucio dónde se podían
conseguir unos ojos brillantes. Pero no le sirvió de nada porque el niño sucio
llegó al último, mucho después de todos los demás. Y ese día, el niño sucio ni
siquiera estaba sucio. Es decir, la ropa seguía teniéndola un poco vieja y
manchada, pero a él se le veía muy bien lavado y hasta casi peinado.
—Dime —le preguntó ella sin esperar ni un segundo—, ¿de dónde has sacado
esos ojos tan brillantes?
—No lo hago a propósito —se disculpó el niño casi-peinado—, les pasa eso
sin hacer nada.
—¿Y para que me pase a mí sin que haga nada? —le preguntó la niña llena
de ansiedad.
—Creo que lo que tienes que hacer es desear mucho algo, pero muchísimo,
y que no pase, y entonces los ojos se te pondrán muy brillantes.
—¡Qué tontería! —se enfadó la niña—. ¡Pero si quiero con todas mis
fuerzas tener los ojos brillantes y no los tengo! ¿Por qué no tengo los ojos
brillantes, entonces?
—No lo sé —dijo el niño, muy asustado al verla tan enfadada—. Yo sólo sé
lo que me pasa a mí, no lo que les pasa a los demás.
—Siento haber gritado —lo tranquilizó la niña tocándolo con la manita—.
A lo mejor sólo pasa cuando se quiere algo espacial. Dime, ¿qué es eso que tú
quieres tanto y que no pasa?
—Quiero a una niña —balbuceó él—, que sea mi amiga.
—¿Y ya está? —se sorprendió ella—. Pero si eso es facilísimo. Dime quién
es esa niña para que le diga que sea tu amiga. Y si no quiere, les diré a todos
que le hagan la vida imposible.
—No puedo —dijo el niño—, me da vergüenza.
—Bueno, la verdad es que no importa —dijo la niña—, porque tampoco me
iba a arreglar el problema de lo de mis ojos. Yo no puedo querer que alguien
sea mi amiga y no me pase porque todas quieren ser amigas mías.
—Eres tú —se le escapó al niño en un susurro—, quiero que tú seas mi
amiga.
La niña se quedó callada un momento, porque el niño sucio había
conseguido sorprenderla, y después volvió a tocarlo con la manita y le
explicó, con la voz que su padre siempre ponía cuando ella pretendía correr por
la calle o tocar algún aparato eléctrico:
—Pero es que yo no puedo ser tu amiga, porque soy una niña muy
lista y muy popular y tú sólo eres un niño sucio que siempre estás aparte,
nunca dices nada y lo único especial que tienes son esos ojos
tan brillantes que enseguida dejarán de serlo si soy tu amiga. Aunque
reconozco que hoy estás mucho menos sucio que de costumbre.
—Me he lavado un poco para que mi deseo se cumpla.
—Lo siento —se limitó a decir la niña, a la que ya casi se le había
acabado la paciencia, mientras volvía a su sitio.
Todo ese día la niña estuvo muy triste, porque
por lo visto se había dado cuenta de que nunca iba a poder tener unos ojos
brillantes. Y ni todos los cuentos, las canciones ni los ejercicios de rítmica
consiguieron quitarle la tristeza. Alguna vez, cuando ya casi había conseguido
dejar de pensar en ello, veía al niño silencioso en un rincón de la guardería
mirándola a ella, y sus ojos, como para hacerla enfadar, eran cada vez
más y más brillantes.